miércoles, 26 de abril de 2023

Nuevo libro

En el infierno debe haber, seguro, un lugar reservado para los escritores aficionados cargosos. Voy de cabeza. Pero, como en el mundo hay de todo, dejo el lugar donde buscar la historia del Vampiro de Boedo.

 https://www.bubok.com.ar/autores/carlosduro  

A la hora de ensalzar méritos.... bueno, es gratis.





 

jueves, 27 de enero de 2022

PILOTINES

Consciente de que para la persona de tierra esta palabra designa apenas a un impermeable de faldones cortos, creo necesario aclarar que en la Marina Mercante se refiere a un artículo un poco más interesante. Un pilotín es un alumno de la Escuela de Náutica que está cursando su último año en la misma y que, como tal, no se encuentra cursando el año en la misma, sino embarcado en diferentes buques de la Marina Mercante. No es la única contradicción. Es parte de un alumnado pero es el único alumno a bordo. No es un oficial, pero tampoco es del todo un cadete. No es marino, pero está lejos de ser una persona de tierra. Y aunque no es en absoluto ignorante de todo el cuerpo de conocimientos que hacen a un oficial, a los fines prácticos, no ha dejado aún los pañales.

Este pobre anfibio, por lo general, vive a los sobresaltos y obteniendo lo peor de cada mundo. Esto es despiadadamente lógico, claro: toda metamorfosis implica cambios profundos, y el que crea que el único cambio necesario para ser un marino mercante es estudiar las materias sabe tanto de la cosa como el que cree que se puede aprender a ser cirujano on line. Es necesario meterse en los barcos, vivir en los barcos, y tener la mente hecha a la atmosfera de los barcos, además de estudiar, para ser un marino. Si no, no se pasa de ser algo más básico y más simple, como dueño de una empresa naviera, gerente técnico, o inspector de Prefectura.

La Escuela hace lo que puede, y falla como los padres que hacen lo que pueden para preparar sus hijos para salir al mundo. No se puede explicar todo lo que podría pasar, y, si se pudiera, no se puede conseguir que se sienta real eso que se explica. Nada reemplaza la experiencia personal, aunque duela y uno maldiga el momento en que se le ocurrió obtenerla.

Los recuerdos personales que consigno aquí debajo tienen como objetivo contarles a aquellos que empiecen ese año surrealista algunas facetas, en absoluto importantes, de lo que la vida social a bordo reserva para ellos, y que la Escuela suele olvidarse de mencionar. No tanto para prevenirlos (de nuevo: no se puede prever todo lo que puede pasar) sino para que no se sientan solos ni especiales cuando les ocurra algo parecido. De nuevo, invito a quienes tengan sucedidos similares que narrar a que los consignen por escrito y los publiquen: nadie pretende una remake de La Odisea, pero es una lástima que estas cosas se pierdan para siempre.

 

GRUA EN EL RIO NEGRO II:

Los buques de carga, sobre cubierta, tienen plumas o grúas (en sus infinitas variantes).

Las plumas son algo así como el arte del titiritero llevado al nivel del robot gigante de los programas japoneses. Desde una casamata metálica ubicada en cubierta se eleva un arco de gruesas columnas, y al pié de cada columna se encuentran las articulaciones (apropiadamente llamadas “tinteros”) de cada pluma. Una punta de la pluma se articula ahí,  la otra está unida a cinco cables de acero, y cada cable, pasando por las poleas que están en las puntas del arco, vuelve al techo de la casamata y a sus motores. Mediante un astuto juego de combinaciones eléctricas, el guinchero (nuestro titiritero), sin abrigo de los elementos, de pié sobre la casamata y palanca de control mediante, mueve ese tubo a babor o a estribor, arriba o abajo, sube el gancho que pende de la polea del extremo de la pluma, o la dispone sobre el muelle para, gracias a la pluma de al lado que queda sobre la bodega y trabajando sincronizadas, meter o sacar cosas de a bordo. Divertido. Complejo. Pero básico y accesible para quien conozca algo de electricidad.

La grúa, en cambio, es un animal diferente. Desde cubierta (por lo general en la línea media) sube una torre cilíndrica que tiene una pequeña puerta al pié. Sobre la torre, cual cabeza de robot de un solo ojo, está la cabina del operador, que tiene como ruleros la colección de motores y carreteles de cables de acero necesaria. A veces hay dos cabinas, como un monstruo bicéfalo. Bajo la cabeza, de unos hombros ridículamente estrechos, salen dos brazos que se juntan en el extremo en la pose en que un samuriai sostiene su katana cuando se pone en guardia (o un Jedi su sable de luz, para los más jovencitos). De esa punta baja el gancho que, como los brazos, sube o baja mediante los ruleros de la cabeza. El movimiento de cabeza de lechuza de la cabina de control se logra con una crapodina tamaño calesita que se encuentra debajo de la misma, movida por un motor interno. Este robot es mucho más complejo, suele estar preparado (cuando sobre la torre hay dos cabezas, como Cerbero) para que la grúa que está en la torre de al lado copie al detalle sus movimientos (en “géminis”, le dicen) para duplicar la capacidad de izado de cargas, y, en general, usa más electrónica que las plumas. Cuando funciona, es como usar un exoesqueleto. Cuando falla, no hay hemorroides que se le compare.

En el Rio Negro II había fallado feo una grúa durante las operaciones en Tampico, y el electricista de a bordo había tirado la toalla. No lograba entender qué le pasaba, y reconoció haber llegado al final de sus recursos profesionales. Sin que mediara palabra alguna, por esas cosas de la flotabilidad de los problemas que se da a bordo, el fardo de resolverlo pasó al segundo oficial de máquinas y, por solidaridad, al primero. El Jefe, en aquellos tiempos dorados, no era opción: si los oficiales no resolvían, el problema había subido todos los peldaños de la escalera y había llegado al cielorraso. Había que reconocerse derrotado y pedir reparaciones.

Los maquinistas navales odian sentirse derrotados.

Ya en navegación, primer oficial, segundo (que era el Tipo, narrador de esta historia), y pilotín armaron una caja de herramientas con tester, algunos alicates, pinzas destornilladores y fusibles de repuesto, se metieron la carpeta de planos bajo el brazo, y subieron a cubierta un mediodía a ver qué pasaba en aquella cabeza con ruleros.

La primera opción era algún final de carrera (pequeños switches puestos por todos lados que le dicen a la cabeza dónde están los brazos, el gancho y el giro) confundido y mentiroso. Necesitaban los planos para encontrarlos, y mandaron al pilotín a buscarlos. Bajó la torre por la escalera vertical (pies y manos y a lo largo del equivalente a un segundo piso de un edificio de departamentos), caminó cincuenta o sesenta metros de cubierta bajo el sol, subió las tres cubiertas hasta la oficina de máquinas, encontró los planos, y deshizo este recorrido, que por brevedad y simpleza llamaremos recorrido A.

En la cabina se encuentra con que los oficiales descubrieron que el gabinete donde se encuentran las neuronas eléctricas de la grúa no tiene la llave para abrirlo. Vuelve entonces el pilotín a bajar la escala vertical, recorrer los metros de cubierta bajo el sol, bajar dos cubiertas hasta el taller en sala de máquinas, encontrar la llave de repuesto, y deshacer luego todo el camino, en lo que vamos a llamar el recorrido B.

Sentado en el sillón del operador, el primero le dice que el tester que trajeron no funciona, que hay que traer el del electricista, y que hace falta un destornillador perillero más fino y cable para hacer puentes. El pilotín, entonces, hace el recorrido B ida y vuelta.

A su regreso, y tendiendo orgulloso las manos con el producto de su expedición, cae en cuenta de que ya no es tan necesario, porque probaron los fusibles con fusibles nuevos de repuesto, y el segundo se las ingenió para testear las borneras de los límites con un cablecito que encontró en el suelo mientras él no estaba. Hay planos por todos lados, y cuando se inclina ávido sobre ellos para entender qué está pasando (él se considera muy ducho en electrónica) le dicen que posiblemente la falla esté en la plaqueta de control, y le indican en qué lugar de la oficina hay una de repuesto. Nuestro pilotín, entonces, hace una vez más el recorrido A.

Más sudado, con las manos doloridas por tanta escalera vertical ida y vuelta (para que no sean resbaladizas se hacen los peldaños con barras de hierro cuadrado, de modo tal que una arista quede donde se afirman los pies. Bueno para los pies. Demoledor para las manos) trae la placa y nota, desolado, que, siguiendo una teoría del primero –que se desarrolló mientras él iba y venía- la falla puede estar en el joystick del sillón. Aquellas grúas tenían un sillón giratorio parecido al del capitán Kirk, pero más útil, porque una palanca sobre el apoyabrazos derecho subía y bajaba el gancho, y su homóloga del apoyabrazos izquierdo controlaba el movimiento del brazo y la cabeza.

Necesitan limpiacontactos en aerosol. Y ahí va el pilotín, en el recorrido B.

De vuelta a la cima de la torre, entrega el limpiacontactos al primer oficial pero ve, boquiabierto, que durante su viaje el segundo aprovechó el tiempo para reemplazar la placa electrónica de control y comprobar que la vieja no fuera el gremlin de la grúa. El primero se rasca la cabeza después de limpiar los joysticks (que sí, estaban llenos de salitre pero no, no eran la causa del problema), mira el plano, y elabora la teoría de que, quizás, la falla esté en ese confuso sector del mismo donde se explica (¡!) la imbricación de ambas grúas al trabajar en géminis, y arriesga la hipótesis de que lo que puede estar mal es la plaqueta de la otra grúa. O sus límites de carrera. Al segundo le parece razonable, y le pide al pilotín que rehaga el recorrido A y traiga una nueva plaqueta.

Y aquí parece haberse cruzado alguna línea en la paciencia del pilotín. No: basta, dice, y suelta una larga y angustiosa tirada sobre la cantidad de viajes inútiles que hizo, sobre la parte interesante de la reparación que se perdió mientras no estaba, sobre el hecho de que él está a bordo para aprender, no para hacer de pibe de los mandados, y que yendo y viniendo no podía seguir ni los planos ni los razonamientos de los oficiales. Y concluyó arriesgando la posibilidad de que no lo tomaran en serio, o de que se divirtieran perversamente al encargarle todas esas cosas.

-¿Sabés por qué te hacemos esto?- le respondió un par de segundos después el primero, con el tono triste de quién pronuncia sentencia a un reo. –Porque sos un traidor-

El pibe no dio un paso atrás porque, después de tantos viajes, no podía olvidarse del agujero en el piso por donde bajaba la escalera de mano, pero acusó el golpe con una expresión en el rostro que, entre la sorpresa y el llanto, conmovió al segundo oficial.

-¡¿Por qué me decís eso?!-

El primero sonrió, y le explicó: -Porque sos el traidor. El que trai el tester, el que trai los planos, el que trai la plaqueta, el que trai la llave y los destornilladores…-

Después de las risas y de una detallada explicación al pilo de lo que habían encontrado (ahora sí, con la grúa funcionando), el segundo le explicó, además, la Regla Fundamental por la que debían regirse los pilotines:

-“En ninguna parte está explícitamente detallado qué deben hacer los pilotines a bordo, razón por la cual ellos deben hacer todo eso que en ninguna parte esté explícitamente detallado quién lo debe hacer”-

 

 

BLACK OUT EN EL RIO DE LA PLATA:

Pido disculpas por usar una expresión en inglés, pero no hay en castellano una traducción concisa que describa el acontecimiento en cuestión, y, además, ésta  en particular se ha vuelto tan común a bordo que ya es parte del idioma.

Un black out se produce cuando el buque se queda sin energía eléctrica. Para la gente de cubierta es un susto, porque sin energía eléctrica no hay propulsión y el buque queda al garete (hay buques cuyos motores tienen las bombas de agua y aceite movidas por el mismo motor, como en los vehículos de tierra, pero como durante el black out quedan sin energía las bombas del timón, el buque puede seguir navegando, sí, pero sólo en el último rumbo en que se puso el timón: es raro que eso coincida con el lugar a donde uno quiere ir, y casi imposible que le cause gracia a otros buques que se encuentren alrededor). Muchas veces en el puente se muere el radar, la ecosonda, los reflectores y la cafetera. Quien esté de guardia se siente como aquel que manejando un auto por la ruta, de golpe descubre que no tiene motor, dirección, luces ni frenos.

En máquinas hay un componente extra, más psicológico que náutico, porque, además de ser consciente de todas las fuentes de peligro para el buque que se mencionaron previamente, el hombre de máquinas siente que el mundo cambia bruscamente a una condición inquietante. No es sencillo de explicar. Pido cinco minutos para explayarme.

Cuando alguien entra por primera vez a una sala de máquinas, por lo general se siente aturdido y confuso. No es un lugar hospitalario: hay luces por todos lados, un ruido (hecho de innumerables ruidos) intenso y agresivo, calor, corrientes de aire poderosas e impredecibles, señales en un idioma incomprensible, y, rodeando un laberinto de pasarelas en tres dimensiones, una locura sin pies ni cabeza de tuberías, cables, y aparatos que no se reconocen. Pero, a pesar de este monstruo que ruge sin fin, nadie puede dudar de que todo tiene un sentido. El monstruo ruge por algo. Para algo. Aquel infierno metálico salió de la cabeza del ser humano, y obedece las reglas de su creador. Aquello, incómodo y alienante, está bien.

La gente de máquinas llega a entender todos los detalles y señales, y con los años se va recostando cada vez más en la lógica de toda aquel temporal dirigido, en la finalidad de todos los ruidos y señales, y en lo necesario de cada parte. Como en una sinfónica, aprende que es la coordinación de todos esos robotitos, a través de los intestinos de tuberías y cables, la que se busca desde un principio, y que, por incómoda que parezca, la mezcla de ruido, calor y cosas fluyendo a la vez en todos sentidos, es la verdadera vida del buque. El Objetivo.

Y entonces, cada tanto, cae un black out. Por una cualquiera de innumerables causas posibles, los motores generadores se detienen, o los alternadores que son movidos por ellos son incapaces de entregar electricidad.

Oscuridad, apenas cortada por pequeñas y espaciadas luces de emergencia.

Luego de una tos de brontosaurio del turbosoplante del motor principal, éste se detiene en seco. Alarmas que gritan que todo está mal –alimentadas por baterías-, que todos desean que alguien silencie, y que cuando alguien silencia dejan un agujero sonoro tan grande que hasta parece faltar el aire. Y entonces sobreviene un silencio tan brusco que parece aullar. Apenas, en las penumbras del laberinto de caminos de metal, allá arriba o allá abajo, una bomba que sigue girando por inercia, zumbando su agonía hasta quedar en silencio.

 Luces rojas haciendo señales desesperadas en todos los repetidores de alarma, prestando a rostros y paisaje un tono infernal.

Y un calor súbito, al detenerse todos los ventiladores que meten aire del exterior, que hace arder las sienes. Si el buque se encuentra navegando mar afuera, además, deja de poder clavar las uñas de su hélice en el agua, y queda juguete de las olas: se lo siente entregarse al viento sin luchar y empezar a rolar acentuadamente de una banda a la otra como un boxeador a punto de caer a la lona.

Este cambio, que no demanda más de un par de segundos, cae sobre la gente de máquinas sin aviso, los transporta a un universo diametralmente opuesto a aquel en que se encontraban recién, y los pone en territorio salvaje. Acá ya no hay lógica. Acá ya no hay el fragor de una idea y un objetivo logrado con tecnología. Acá triunfó el Caos, y trae en la mano derecha el Peligro para el buque. La sala de máquinas en marcha, más o menos, se puede entender. Esto es un bruto signo de interrogación, y enarbola un látigo que exige que se lo resuelva YA.

En parte por estar acostumbrados a gritar en máquinas y comprender que ya no tiene sentido, y en parte también por una especie de respeto supersticioso, todos hablan en voz baja y preocupada. Pero urgente: es necesario derrotar de nuevo a la entropía, los mundos deben volver a girar, las cosas tienen que volver a cumplir con sus destinos, y no sólo porque el buque corre peligro en esta condición, sino porque nuestras mentes no respiran bien en estas aguas sin objetivo.

 

Al cabo de un breve black out, y repuestos motor principal y todos los demás servicios, la gente de máquinas se queda charlando un poco más en el cuarto de control (a pesar de que el aire acondicionado allí tarda bastante en conseguir un ambiente agradable. Tolerable, luego de la pelea, es más que suficiente). Los ojos del pilotín, para quién fue la primera vez, no le caben en la cara, y el Tipo puede leer en ellos la angustia que nos hemos tomado el trabajo de describir en párrafos anteriores.

Jarro de café en mano, el tercer oficial lo mira con un ojo medio entrecerrado y la cabeza apenitas inclinada a un lado, y le pregunta: Pilo, si estás de guardia en máquinas y tenés un black out, ¿qué es lo primero que hacés?-

El pilotín, que sabe reconocer el tono de una evaluación aunque no se lo haya prevenido de la misma, piensa, trata de recordar (en vano, porque todo pasó simultáneamente y detrás del velo del miedo) y arriesga:

-Hago saltar todos los servicios no esenciales para liberar el motor generador-

-No: ya tenés el black out. Antes-

-Pongo en marcha el generador stand-by-

-Antes-

-Ehhh… aviso al Jefe-

-No, antes de eso-

-¿Llamo al puente?-

-No, ya saben. Antes-

Desesperándose, el Pilo propone ir hasta el generador que se detuvo a ver si no hay riesgo de incendio al poner otro en marcha.

-Antes. Y un black out puede ser por algo en el tablero principal, y no sólo por un motor-

-No sé… ¿Cancelo todas las alarmas?-

Con la misma impasibilidad, el tercero sentencia: No. Antes.

El pilotín acaba por rendirse, y confiesa no saber que es lo primero que hace cuando le toca estar sólo en máquinas y sufrir un black out.

-Cuando tenés un black out- explica serio el tercero –lo primero que hacés es desesperarte, bolúdo-

Y ahí interviene el Tipo: -Cinco segundos, nomás. Está permitido desesperarse cinco segundos, cagarse en dios y pedir por la mamá. Después sí, hacés todo eso que dijiste-

 

(Nota: buques más modernos, y leyes más modernas, exigen un generador de emergencia que permita al buque seguir navegando con los servicios mínimos. Esto era otra época, aunque, modernidad y todo, el Tipo siguió viviendo siempre black outs a la vieja y terrorífica escuela)

 

 

 

TODO MAL EN PORT SAID:

Aquel viaje, el Stewart tenía un pilotín especial. Ciudadano boliviano, aventurero, audaz (a pesar de su hablar bajito y respetuoso) el chico había decidido, años atrás, recorrer el mundo. Se había calzado su mochila, y a dedo dejó su Bolivia y empezó a andar por América. Y fue cuando embarcó de polizón en un buque alemán surto en Perú que descubrió que la forma más cómoda de recorrer el mundo, en aquellos años, era en barco. Cuando lo descubrieron, y ante el hecho consumado de un polizón a bordo, los alemanes de aquel Hapag Lloyd tramp lo pusieron a trabajar de aprendiz de carpintero hasta volver a Perú. Y como un buque tramp volvía a un lugar sólo cuando los planetas comerciales lo decidieran, el chico viajó dos años por el mundo sin calzarse la mochila ni una vez (y ganando plata, encima).

De vuelta en Bolivia, decide que quiere ser marino mercante. Y oficial, porque había visto los palos del gallinero del buque alemán, y había aprendido. Pero, aunque la cabeza le daba, tenía la desgracia de vivir en el peor país del mundo para ello: sin mar, Bolivia no tenía marina mercante ni, en consecuencia, Escuela.

Quizo el destino que el gobierno boliviano viera la posibilidad futura de armar sus propios buques mercantes (fundamentales para una economía nacional, diga el peronismo lo que quiera), arregla con Argentina usar parte del puerto de Rosario para ello, y descubre que los barcos se compran o alquilan, pero las tripulaciones se forman. Una cosa se hace rápido, pero la otra lleva años. Así que, en las mismas conversaciones, Argentina acepta que alumnos bolivianos cursen su carrera en La Escuela (que es sólo para nativos) hasta que Bolivia tenga su escuela en marcha.

El primero en anotarse fue el mochilero polizón.

Su primer viaje de pilotín fue en el Stewart que, para alguien interesado en conocer el mundo en barco era la mejor opción posible (como las razones fueron más que detalladamente enumeradas en “El célebre caso de la Torta”, no serán consignadas aquí). Y cuando, ya entrados al Mediterráneo, los agentes le informan al buque que deberá tomar carga en Port Said, Egipto, el entusiasmo y la alegría anticipada no lo dejaron casi hablar de otra cosa. Todo el buque estaba revuelto con eso (era la primera vez para todos, en un barco donde no había muchas primeras veces), pero aquel explorador parecía haber conseguido entrada al cielo y con asiento en platea.

Las cosas nunca son ni como se temen ni como se planean. Sí, el buque entró en Port Said. No, no había paseos posibles. Por uno de esos caprichos idiota que suelen tener las políticas de los países bananeros, el gobierno de turno consideraba un riesgo la presencia de aquellos argentinos en su territorio. Por lo menos, la consideraba arriesgada si no contaba con la visa correspondiente. (En casi todo el mundo se considera a los marinos exceptuados de esa burocracia, ya que implicaría la visita a treinta o cuarenta embajadas antes de zarpar: con la documentación de embarco y la responsabilidad de la agencia era más que suficiente).  Y el Stewart, para estar más seguro, es obligado a amarrar perpendicular al muelle, la proa afirmada por sus dos anclas, y la popa unida a tierra por un montón de cabos desde los cabrestantes a las bitas,  a unos antisépticos siete metros de tierra. El proceso de carga se iba a hacer desde barcazas acoderadas al buque.

Todos protestan, la Agencia marítima se mueve, y vuelve con la respuesta de que se pueden gestionar las visas, pero demoran cinco días. El buque iba a permanecer cuatro, así que adiós Egipto.

Lo caprichoso de la ley bananera a veces resulta sorprendente, incluso para los mismos bananeros. Aunque se consideraba un riesgo que la gente del Stewart pisara África, no se creía necesario impedir que África abordara al Stewart: con la barcazas, y en lanchas de todo pelo y forma, infinidad de mercachifles abordaron el buque. No era raro que esto pasara en puerto, pero, por lo general, pedían prestado medio comedor de marineros y armaban allí un pequeño mercadito. Aquella vez no fue así: eran tantos que el comedor no alcanzaba, así que ponían sus esterillas en cubierta o en los pasillos, y desplegaban sobre ellas sus pirámides, sus Tutankamones y sus Cleopatras de recuerdo (relojes, perfumes, lapiceras y cortaplumas también) y no era raro salir del camarote y tener que levantar los pies para no pisar una colección de auténticos papiros con la tinta aún fresca. Sabedores de que el marino que se aburre compra –y muy probablemente también de que la Ley Bananera iba a forzar a los marinos a quedarse a bordo y aburrirse- aquella pintoresca invasión en chilabas parecía que iba a ser el único alivio al fastidio de esos cuatro días.

Pero, por la tarde y como sacando un as de la manga, el agente cuenta que existe una Agencia de Turismo Estatal (una YPF o ENTEL de los tours, digamos), y que, si se contrataban los paseos mediante la misma, el gobierno se queda tranquilo respecto a que los turistas serán vigilados como corresponde y no habría riesgo para el país.

Se cierra el trato, se contratan tours para todos los tripulantes, y se divide la tripulación en dos: Mitad pasea el primer día mientras la otra mitad se encarga del buque, cambiándose  los roles al segundo día. El pilotín, por serlo, tiene el privilegio de pasear primero, y sale para ver pirámides, museo del Cairo, esfinge, subirse a un camello, etc, etc, etc.

El Tipo hace el paseo al segundo día y regresa a bordo, como todos, con los ojos llenos de maravillas y el cuerpo hecho un trapo mojado. No presta mucha atención a las charlas durante la cena, pero no le pasa inadvertido el que el pilotín está callado y enfurruñado. Pero habían pasado muchas cosas ese viaje (dito lo de “la Torta”), el buque tenía sus demandas, el Tipo sus propios proyectos y problemas, y la cama cantaba su canto de sirena desde allá lejos, en el camarote, así que lo ignoró y se fue a dormir.

Durante los trabajos de la mañana (último día en Port Said) sigue rezongando el mochilero/pilotín. El Tipo lo escucha. Dice estar indignado por la estupidez egipcia (viniendo, como los argentinos, de un país de la hermandad bananera, no se explica semejante falta de acostumbramiento al Poder Irrestricto), que a él no le gustaba conocer los países mediante tours, que eso era para los turistas bobos, que él quería hablar con la gente, conocer los mercados de las plazas, perderse en los barrios, encontrar la belleza en las gentes comunes y los objetos cotidianos que intercambiaban, probar sus comidas y bebidas…

El Tipo no puede menos que hacer empatía. Serían sus propias palabras, si pensara que a alguien le interesara escucharlas. Pero la ley es la ley y, en países extranjeros, para el marino, la ley es mucho más legal que para nativos o turistas. Y cuando se trata de países donde los gobernantes se cargan un kilo de medallas en el pecho apenas se desayunan, el mejor consejo es Joderse.  

El pobre marino mercante, desde épocas inmemoriales, está acostumbrado al concepto de Joderse. El pilotín, recuérdese, todavía estaba verde. Todavía no era marino.

 

Existía entonces un ritual, que creo desapareció cuando se podó salvajemente el número de tripulantes por buque, de que el comisario (o primer oficial de cubierta, cuando los comisarios sufrieron su extinción) preguntaba al primer oficial de máquinas, un par de horas antes de zarpar, si tenía a bordo toda su gente. No era solo una formalidad tradicional: muchas veces, en puertos especialmente divertidos o peligrosos, uno pensaba que sí, pero al contar las ovejitas encontraba que le faltaba una. Como zarpar con un tripulante menos no es una opción liviana, ese par de horas permitía hacer algo mediante las autoridades y la Agencia (Nota para la gente más reciente en nuestro bendito país: se podía esperar veinte años hasta que la empresa telefónica  estatal pusiera una línea en un domicilio, o elegir sobornar a un instalador con el equivalente a tres meses de sueldo: así de lejos estábamos entonces de soñar con un teléfono celular)

Revuelo. Voces altas en los pasillos. Llamadas. Teléfonos internos sonando. El Tipo, que no estaba de guardia, sale de su camarote a ver qué pasa con tanto taconear por el casillaje, y se entera que falta el pilotín de máquinas. No es joda que falte alguien en puerto. El Tipo no tiene datos concretos, pero en su experiencia directa le consta que morían más tripulantes durante la carga o descarga que navegando. Ocurrían accidentes, gente se caía al agua de noche tratando de acomodar algo en la borda, los estibadores se enojaban con uno en un rincón oscuro de la bodega, ese cable que seguro estaba desconectado antes de empezar a desarmar el tablero no estaba tan desconectado como parecía…

A esto se le sumaba el ya mencionado Cuerpo Legal Bananero, que no se iba a conformar con dejar zarpar el buque y asumir una picardía en tierra del marino faltante, como en la mayoría de países adultos del mundo. El Agente marítimo, en reunión con todos en el comedor, tenía la cara de quien siente un súbito ataque de diarrea en el subte en hora pico, e informaba al capitán de todas las cosas que iban a pasar con las Autoridades Bananeras si el pibe no estaba a bordo a la hora de zarpar (todas ellas desagradables, y hechas de resmas y resmas de papeles con sellos rebuscados. Nadie ni nada es importante en Bananalandia si no puso y tiene sellos de goma rebuscados)

Menos de cinco minutos antes de zarpar, se escuchan gritos por la banda de estribor. El Tipo corre a ver.

Una lancha larga y flaca viene a todo motor hacia el buque. En la proa, mochila en la espalda, y medio agachado para no caerse, viene el pilotín. La lancha se pone paralela al buque y, sin esperar a que se detenga, el pilo salta como monito y consigue colgarse de la escala de práctico (una de esas escalas hechas de soga, con peldaños de madera, que usan los prácticos de puerto para acceder o descender de los buques puerto afuera). No saluda, no dice nada, y sube corriendo hacia su camarote.

El Tipo, mientras tanto, se queda con los otros mirando por la borda, ya que la lancha egipcia no se retira, y el lanchero (una cosa flaca y desdentada envuelta en sábanas) permanece en su sitio, motor en marcha y aferrando el extremo de la escala de práctico con una mano.

Vuelve el pilotín con dos cartones de Marlboro (el Símbolo Universal de la Voluntad de Negociar, SUVN) y los deja caer en la lancha, que se suelta y empieza a retirarse.

Entonces sí, el audaz explorador empieza a explicar su aventura. Harto de su día perdido en Egipto (harto del “joderse”) arregla con uno de los mercachifles que pululaban a bordo que una lancha lo llevase a tierra. Aquel hijo de una gran puna se había escapado del buque sin permiso –y pedía humildemente perdón por ello- y había ingresado ilegalmente a un país –de lo cual, evidentemente, no tenía consciencia- nada más que para darse el gusto de pasear una tardecita. Y les iba a contar a los demás sus aventuras y cómo apenas consiguió lancha a tiempo para regresar, cuando la lancha que se alejaba con los Marlboro es detenida a los cincuenta metros por la de la Aduana egipcia, suenan sirenas, y todos ven con horror que la hidrocana se dirige hacia el Stewart con luces, sirenas y gente armada en cubierta.

Donde había estado parado el pilotín hay, súbitamente, un espacio vacío.

 

Describir la agonía burocrática que padecieron luego capitán, agente, y Empresa, es un trabajo que me excede. No sólo por su envergadura, sino –y particularmente- por serme imposible recordar sus pormenores. No creo incluso haberlos entendido en aquel momento. Baste decir que la zarpada se demoró más de seis horas, que debe haber habido una multa muy interesante por la infracción de contrabando, y que debe haber habido un soborno muchísimo más interesante hacia las Autoridades para que la cosa muriera allí y no se detuviera y procesara al mochilero/pilotín. Lo interesante, y que sí vale la pena contar por novedoso, es que, apenas salido de la oficina del Capitán (donde a puertas cerradas recibió una reprimenda larga, estruendosa y puteada que escuchó todo el buque) y vuelto a su camarote, el pilotín tuvo, junto a su puerta, una fila de personas haciendo cola. El Tipo observó el fenómeno con curiosidad. Primero entró el Jefe de máquinas quien, a puertas cerradas, le dio una reprimenda larga, estruendosa y puteada que escuchó todo el buque, mientras que esperaban para entrar el primer oficial de máquinas, el comisario, el primer oficial de cubierta, etc.

Todos con la sana y didáctica intención de darle a puertas cerradas una reprimenda larga, estruendosa, y muy puteada, que escuchara todo el buque.

Al Tipo le dio lástima. Lo dejó para el otro día.

 

 

CARTITA.

Una cosa que no les explican a los pilotines en la Escuela son las oportunidades extra de aprender temas no náuticos a bordo. El marino no tiene, como un trabajador normal, la vida familiar y cotidiana para ocupar su mente luego del horario de trabajo. Y si bien el tiempo en que su cabeza queda pedaleando en el aire es escaso, tiene la necesidad de llenarlo. Cuando no contaba con medios audiovisuales para entretenerse, las opciones eran básicamente dos: o borrarse en el estupor del alcohol (pocos, pero había) o leer, aprender, hacer, investigar. Los pilotines, incluso hoy que la cosa no es tan así, deberían ser alertados de que cada uno de aquellos que comparten viaje con ellos tiene alguna especialidad propia, es particularmente bueno para algo, y que los largos ratos vacíos de una guardia son una oportunidad excelente para adquirir algo de esos temas. O de que pueden consultarlos como a Google, con la diferencia de que Google ni te charla ni te ceba mate.

El Rio Negro II tenía, en aquel viaje del ´84, tres pilotines. Cubierta, máquinas y comisaría. Toda una salita de jardín de infantes. Y cómplices entre ellos, para colmo. Cada puerto, no importaba cuan anodino fuera, era para ellos una posibilidad de aventura y conquistas nocturnas, y en todos, todas las noches, salían de caza. Como buenos marinos, volvían con las escopetas sin descargar, pero ni eso, ni los experimentados comentarios de sus mayores, lograba desilusionarlos.

Hete aquí, sin embargo, que en Tampico (puerto provinciano y aburrido, si los hay) se bañan, perfuman y empilchan, y consiguen seducir sendas señoritas. Tampico es muy provinciano y, aunque eso no garantiza la altura moral de ninguna mujer, si asegura la prudencia con que se acercan al sexo fuerte. La cosa era larga y difícil, la chicas poco amigas de precipitarse a las sábanas (o, mejor dicho, poco amigas se ser descubiertas precipitándose) y, aunque ninguno de los tres pilotines entra en detalles, la impresión que dejan a los más viejos es de que la cosa no pasó de abrazos y besos apasionados. Al cabo de un par de noches de baile y romance, el Rio Negro zarpa y, al hacerlo, mata la telenovela.

Siguen Veracruz, New Orleans, y Houston, y es en Houston, en una intachable noche de cervezas en la Misión del Marino, donde el pilotín de máquinas se sienta a la mesa del Tipo y le pide un favor.

El buque iba a hacer todos los puertos mexicanos de vuelta antes de bajar a Brasil. El último iba a ser Tampico. Hombre prudente, el pilotín quería asegurarse de que allí lo esperaran con los brazos abiertos (si no se podían conseguir otras extremidades para el gesto, claro). Las mujeres olvidan, razonaba, y, aunque recuerden, pueden conocer cosas nuevas que opaquen ese recuerdo. Pero él tenía un plan para contrarrestar esto.

La idea era despachar una carta desde Houston. La gente ya entonces no recibía muchas cartas (menos en Tampico, suponía), y el hecho de recibirla desde un puerto norteamericano, escrita por un marino que la añoraba, tenía necesariamente que tener un efecto positivo.

El problema era que no sabía escribir ese tipo de cartas.

Sí, tenía novia en Buenos Aires y le escribía, pero con la flaca tenían una confianza de muchos años, y nunca había tenido que esmerarse mucho. En este caso, por el contrario, y como en un juego de naipes, todo se apostaba en una sola carta: tenía que ser la mejor.

Y para eso confiaba en el Tipo. Quería que se la escribiese él.

Consultado sobre el porqué de la elección, explicó que creía que el Tipo sabía expresarse, sabía escribir, y, en líneas generales, que si lo dejaban hablar no lo metían preso.

El Tipo agarró viaje. No tenía nada que hacer esa noche, siempre le gustaron las palabras, y siempre le gustó el desafío que ese tipo de correspondencia proponía. Tenía que apelar a los más clásicos y probados temas entre el hombre y la mujer, para agradar, pero tenía que ser sorprendentemente original para conseguir atención y no aburrir. No se acostó temprano, escribió casi de corrido (quizás pensando en Otra) y la entregó al pilotín, que seguía despierto y hablando de bueyes perdidos en el comedor. Éste tuvo la precaución de copiarla a otra hoja, de su puño y letra, y la despachó desde la Misión al día siguiente.

Vueltos a Tampico, apenas se pone el sol salen los tres pilotines, la ilusión intacta y una peste de perfumes caros envolviéndolos y disipándose rápido y sin piedad en el calor mexicano.

El de máquinas no vuelve más que para rescatar dos bocados del almuerzo, pedir franco por esa tarde, y dormir hasta que se ponga el sol. Luego desaparece y se presenta a bordo para la zarpada. Ya navegando hacia el sur, el Tipo, que siente un poco la responsabilidad que su papel de Cyrano le otorgó,  le pregunta cómo le fue con la carta.

Y aquel sinvergüenza sonríe, como gato que se comió al canario, y reconoce no haber salido del hotel mientras estuvo en Tampico.

 

INCONVENTIENTES DE LA HOMOFOBIA:

 

(Esto ya se publicó en “Una vez pasó a bordo que”, pero, como es poco probable que alguien lo sepa, y como el tema calza mejor en esta serie de anécdotas que en aquella, lo refritamos. Por supuesto, hechos y personajes son reales. Los nombres han sido cambiados sólo para fastidiar a los chismosos)

 

                El tipo embarcó de pilotín en el Rio Neuquén, que a la sazón se encontraba a la mitad de su carena en Tandanor (en aquella época incomprensible en que Tandanor, por oscuras razones, significaba Talleres Navales Dársena Norte y no, como hoy, Talleres Navales Dársena Sur) y pensaba tomárselo con calma. No se iba a navegar en el corto plazo, y veía por delante unos cuantos días de conocer tranquilamente el barco y de poder pasar las tardes mimosamente con la novia.

                Era fines de marzo de 1982 y, aunque él no tenía forma de saberlo, dentro de muy poco iba a estar navegando hacia el sur, cargado de armas, tanques, municiones y explosivos, en un barco a medio armar y sacado del astillero apenas vestido con una toalla y con el pelo sin enjuagar.

                En medio de todo el revuelo de la guerra imprevista, del desorden y el apuro de las cosas siempre hechas a último momento, de la enloquecedora sensación de no entender todo lo que pasa y de, quizás, no estar a la altura de lo que se espera de uno (y vaya a saber uno qué carájo era eso…), le enseñaron y aprendió importantísimas cosas sobre la vida a bordo y sobre cómo manejarse en el ajedrez neurótico de las relaciones humanas en un barco.

                Una de ellas, que al día de hoy sigue siendo uno de sus mandamientos personales cada vez que firma el rol, es nunca, jamás, en la puta vida, declarar con énfasis a bordo cuáles cosas lo enfurecen y lo sacan de quicio. Quizás las descubran alguna vez, y quizás no, pero por lo que a él concierne sólo las obtendrán de su boca con pentotal sódico o refinadas torturas orientales. Lo aprendió en cabeza ajena pero la lección fue tan impresionante que incluso su joven e irresponsable mente la comprendió y la asumió como un peligro cierto e infalible.

                La cosa fue así: su par de cubierta era un personaje un tanto difícil de digerir de entrada. No era mal tipo, y cuando se lo llegaba a conocer hasta se lo podía apreciar bastante, pero tenía algunas características que, como el telgopor frotado contra la botella o la tiza dura rayando el pizarrón, hacían doler los dientes.

                Antes de entrar a la Escuela de Náutica había probado suerte en la Escuela Naval. Tenía todo el genoma del Liceo Naval encima, y si bien el escaso tiempo en la Escuela de Guerra Naval no llegó a transformarlo en un soldado de agua, los viejos marinos de a bordo no podían dejar de sentir una irresistible picazón cada vez que aquel cabello negro e impecablemente peinado a la gomina opinaba sobre temas generales. Barras de bronce dorado en la camisa, barbijo dorado artesanal en el casco plástico de seguridad, zapatos lustrados hasta parecer de charol…los viejos de overall sudado y manchado de fuel oil y óxido parpadeaban perplejos y sentían que el orden natural de la creación estaba perdiendo la alineación de sus cojinetes. Inevitablemente algunos de ellos sintieron que era su deber devolver al cosmos su rumbo correcto, y esperaron hasta que el sosías de Mandrake dijera aquella palabrita de más que lo llevaría al caos, al sufrimiento, al fondo del dolor y, finalmente, a la iluminación y la sabiduría.

                Fue escuchársela y, casi intuitivamente, confabular entre todos para educar y enderezar al tierno pilotín de cubierta. Ocurrió que, en una de aquellas largas y conversadas sobremesas de la época pre-video salió el tema de la homosexualidad. Estaban todos menos el Capitán, que en dique usaba su privilegio de permanecer a bordo sólo cuando lo considerase necesario, y la charla era, por lo tanto, alegre y distendida. Con fervor e indignación dignos de mejor causa, y sin que nada pareciese justificarlo, el compañero de cubierta del tipo se mandó una larga tirada sobre el asco que le causaban los homosexuales, sobre lo incapaz que se veía de contener su ira en su presencia, y sobre las cosas justas y horribles que les haría si tuviese el Poder en sus manos. Como una de las reglas no escritas de aquellas sobremesas era que no se debían tomar nunca demasiado en serio las cosas de que se hablaban, la vehemencia y verborragia de aquel pichón sonaron en los oídos de los demás como sirenas de alarma, (“¡Todo el mundo a sus puestos!”) y bastaron unos minutos luego de su marcha para armar el plan que lo colocaría un poco más en su centro.

                Su primer oficial lo llamó a un aparte y le previno algo en voz baja. Mandrake se quedó mudo, espantado y horrorizado hasta la médula. El Capitán, le había confesado el Primero, era de orientación homosexual (las palabras que probablemente haya usado deben haber sido “el viejo se la come”) y, si de veras el pibe quería recibirse y seguir con su carrera, más le valía guardarse aquellas opiniones para sí cuando se encontrase en su presencia. A lo largo del par de días siguientes, y aparentemente al azar, todos y cada uno de los oficiales con los que habló le confirmó (a veces jocosamente, a veces molestos) el “vicio” del viejo. La cereza del postre la puso el primer oficial de máquinas, un petizo viejo, malo y pelirrojo, que completó la desesperación del pilotín al contarle que (cual perverso Don Giovanni) la verdadera pasión del Capitán eran los jóvenes principiantes.

                ¿Comprenden el dilema de aquel verde bocón? No podía recibirse ni seguir su carrera si el primer capitán que lo evaluaba lo calificaba mal, y venía a descubrir que precisamente ese hombre ineludible padecía el único defecto que él no era capaz de soportar en un semejante. Debería poner buena cara, disimular, soportar y resistirse sin ofender…amén de tener que tragarse sus palabras de la sobremesa cada vez que bajase la cabeza delante de los demás oficiales que las escucharon.

                Lo maravilloso del fenómeno que siguió fue que, a diferencia de otras bromas que es necesario alimentar y sostener en el tiempo, esta se retroalimentaba a sí misma y crecía virulentamente día a día. No creo que haya sido genialidad de parte de aquellos marinos, sino simplemente la sinergia que a veces se genera cuando se encuentran la estupidez y la buena voluntad. Porque, por supuesto, el Capitán no sabía absolutamente nada de esto. Como en una refinada composición clásica, esta otra broma corría como un segundo tema musical debajo del bochorno principal del pilotín, y prometía algún jugoso desenlace alguna vez cuando todo se descubriese.

                Así, el joven que se reconcomía de nervios anticipando los avances y humillaciones del viejo pervertido se encontraba, a cada rato, con el Capitán que se sentía obligado a colaborar con la educación y el bienestar de su futuro colega. Cada gesto bondadoso del capitán, cada oferta de ayuda, cada propuesta de juntarse a conversar sobre la profesión en su camarote, era visto por el homófobo como un intento de seducción. Cada excusa, cada evasiva, cada salida intempestiva del pilotín a cumplir con tareas impostergables era interpretada por el Capitán como timidez del chico, como señal de sobrecarga de responsabilidades o, simplemente, como falta de adaptación a la vida a bordo. Los actos de uno generaban respuestas equivocadas en el otro, y esta acumulación de errores no hacía más que reforzar la convicción que ambos tenían de que algo andaba mal con el otro.

                Mar afuera, conviviendo las 24hs en el reducido mundo del buque, los encuentros se multiplicaron y la confusión se intensificó. El joven miraba el radar, por ejemplo (en aquellas épocas las pantallas eran redondas y poco brillantes, siendo necesario que el operador se inclinase sobre ellas y metiese la cara en un cono de goma que no permitía que la luz externa lo deslumbrase), y cuando, ensimismado, levantaba la cara del cono de goma y encontraba tras sus nalgas inclinadas al capitán, lo último que le pasaba por la cabeza era que el viejo quería ver qué estaba haciendo para explicarle y enseñarle a hacerlo bien. Se enderezaba asustado y se escapaba lo más rápido posible al otro extremo del puente. Cuando el viejo, sorprendido por la torpeza del futuro oficial, lo invitaba a un whisky en su camarote luego de la cena (A ver qué carájo le pasaba al pibe este…), se encerraba con llave en el camarote.

                Nada dura para siempre, claro, y hasta los mejores argumentos de comedia deben, necesariamente, llegar a un punto de crisis que los culmina. En nuestro caso (y el tipo estaba presente) el momento de blanquear la situación se hizo evidente la noche en que el capitán juntó a todos para decirles que estaba harto del pibe, que parecía loco, que no sabía qué carájo tenía contra él (contra el capitán) pero que no estaba dispuesto a aguantarlo más y que iba a echarlo a la mierda. Fue un momento tenso, por cierto, porque no había forma de saber cómo iba a reaccionar aquel viejo marino cuando le confesasen que, delante del pibe, toda la tripulación se había comportado como si su capitán fuese la flor y nata de la comunidad gay. Pero valió la pena. Aquel rostro pasó, en breves segundos, de la estupefacción de saber que se lo había sindicado como homosexual a la alegría de comprender finalmente el misterio de la conducta de Mandrake, de allí al enojo más tormentoso y de allí, cuando finalmente la humorada logró flotar hasta su consciencia, a la carcajada. Su único comentario antes de retirarse del comedor fue “¡Qué manga de hijos de puta!”

                Se le indicó entonces a la víctima que debía constituirse en el comedor de oficiales y, en palabras un tanto menos humildes que las usadas con el Capitán, se le explicó el asunto. Es una lección profunda sobre la esencial igualdad entre los seres humanos el que no solo el rostro del pilo pasó por expresiones similares a las del de su superior, sino que su comentario final fue, también, exactamente el mismo.

                Que el tipo sepa, aquel ahora más civilizado oficial de cubierta escarmentó y jamás volvió a manifestar ninguna otra fobia personal con tanto énfasis. El tipo no tuvo en claro si también logró ver la otra y fundamental lección de la experiencia, pero cree que no. El que haya aprendido a controlar su vehemencia lo protegió de las bromas sobre nuevos temas, pero el marino, como el elefante, nunca olvida, y aquel magnífico complot del bar travesti de Aharus en el ´83 terminó de una manera muy graciosa pero que, también, lo mostraba renqueando de la misma pata.

                Pero esa ya es otra historia.

 

 

  

viernes, 3 de septiembre de 2021

Detectives a bordo

 

En segundo año, en la época en que el tipo todavía estaba en la Escuela (nota: cuando se trata de marina mercante, no se aclara de cuál escuela se habla. Es La Escuela, y todo el mundo sabe de qué se está hablando) los cadetes realizaban un embarco de alrededor de tres meses en un carguero para que supieran qué eran realmente los barcos, cómo se vivía y trabajaba en ellos, y cuáles eran todas esas normas no escritas que la Escuela no enseñaba, pero sin las cuales no se podía ser realmente un marino. La Escuela enseñaba el arte marítimo por medio de oficiales mercantes y profesores; las normas no escritas te las enseñaban (a veces dolorosamente) los marineros, mecánicos y contramaestres de a bordo.

Principalmente servía para que uno se conociese a sí mismo, y se diera cuenta de si la cosa le gustaba verdaderamente, o si el movimiento del buque, la lejanía de los afectos, la exigencia despiadada del trabajo, la falta de sueño y la incertidumbre eran cosas que no iban a poder ser soportadas. Mejor enterarse ahí y abandonar entonces que descubrirlo más tarde, con años y esfuerzos invertidos en vano para conseguir el título.

Una de las cosas que se aprendían (y creo haber hablado de esto varias veces) era a conversar. En una época sin VHS, sin películas, sin tele, sin imaginar siquiera la internet móvil (o de cualquier otro tipo), la única cosa que servía para amenizar un almuerzo o una cena eran compañeros de mesa hábiles para encontrar temas originales, y capaces de navegar entre malhumores o sensibilidades ajenas sin romper el delicado ambiente de la camareta.

Los cadetes pronto descubrían esto, junto con el placer, y el riesgo, que implicaba.

Una tarde, entre los trópicos y a mitad de camino entre Brasil y Francia, el Tipo y un compañero apoyaron los codos en la regala cuando terminó el trabajo en cubierta y se dispusieron a disfrutar de la brisa y el paisaje, antes de bañarse para la cena. Repentinamente, Alejandro enfrenta al Tipo y le dice, con aire triunfal: “Sé para quién es el ataúd”

El tipo no pregunta a cuál ataúd se refiere. Aquella tarde, trabajando con el contramaestre, habían descubierto en un estante alto del pañol de proa un ataúd, lustroso y ominoso en bronces, medio tapado por una lona impermeable. El Contra les explicó que era una exigencia de la ley en previsión de una muerte a bordo, para que hubiese un lugar digno en el cual ubicar al finado hasta el próximo puerto. (El hecho de que el ataúd debiera ser luego estibado en la cámara frigorífica de carnes para que estuviera apto para la autopsia inevitable al recalar, rodeado de lechones, medias reses y chorizos, no parecía restarle dignidad alguna al muerto). Junto con la desilusión de enterarse de que ya no había más entierros en el mar como se veía en las películas, diferentes aspectos de la cosa entretuvieron la charla durante las tareas de rascado de pintura (Qué se sentiría comer un churrasco que venía de junto al costado del sarcófago, cuán supersticiosos eran los marineros que se negaban a entrar al pañol del cajón solos –ni hablar de noche-, qué pasaría si hubiera más de una muerte, etc) hasta que todos se cansaron del tema menos Alejandro.

Esperando una tontería profética, el Tipo lo animó a seguir.

Alejandro, muy pagado de sí mismo, razonó: “Si muriera el capitán, o un marinero, o un cocinero, el carpintero de a bordo podría hacerle un cajón a medida.” (En aquella época bendita, los buques incluían en su rol un carpintero, que tenía muchas más funciones de las que desde tierra se podrían suponer al conocer su oficio. Los eliminó el gobierno peronista de Carlos Menem). “Por eso hay uno sólo: el carpintero puede hacer todos los que hagan falta. En cambio, si el que se muere es el carpintero, ¿Quién le hace el cajón?” Dejó que la simpleza y precisión de su razonamiento impresionara al Tipo, y luego lo concluyó “Evidentemente, el ataúd debe estar pensado para el carpintero”

Quiso el destino que a sotavento, apoyados en la misma regala y al alcance de la voz de Alejandro, miraban el horizonte el contramaestre, dos marineros, y el mismísimo carpintero. Aquel descendiente de suecos se puso al lado del cadete en dos pasos rápidos y empezó a sacudirlo verbalmente con la ferocidad con que un fox terrier termina con una rata. Además de aprender a evaluar siempre si lo que uno va a decir a bordo puede, de alguna remota manera, incomodar a alguien, Alejandro y el Tipo conocieron aquella vez la profundidad y amplitud que tiene el vocabulario náutico a la hora de putear al tarado.

 

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El Chubut ostentaba el dudoso honor de contar en su tripulación con los peores cocineros de la Empresa. Quienes conozcan el nivel mediocre de aquellos sádicos se compadecerá del Tipo cuando le cuente que hizo un viaje en dicha nave. Quienes no, difícilmente puedan imaginarlo.

Aunque a ese tipo de cocinero a bordo se lo apoda generalmente El Borgia, el del Chubut era conocido como Alien, ya que se daba por descontado que tarde o temprano iba a matar a todos los de la nave.

Había avanzado bastante el Chubut en su viaje hacia el Mar del Norte, y ni indirectas ni quejas más que directas al Capitán habían conseguido que Alien mejorara un poco sus platos, (que era la primera petición), ni que se lo sacrificara a Poseidón ipso facto, (que era la segunda, y quizás la más popular). El Capitán descargaba el problema en el Comisario de a bordo, y este se limitaba a sonreír y encogerse de hombros. Lo único que se pudo sacar de él, una tarde tormentosa en la que nadie pudo casi probar bocado (tormentosa socialmente hablando, claro. El clima era espléndido) fue que, si lo desembarcaba, era él –el comisario- quien debería cocinar hasta conseguir un relevo. Como reconoció desvergonzadamente no tener la menor idea de cómo se hacía eso, se encogió de hombros y sugirió seguir soportando la dieta. El Capitán comía lo mismo que todos, pero consideraba las quejas exageradas y poco viriles. Las razones para esa actitud estoica deberán ser conjeturadas por el lector.

Una noche el tipo despierta retorcido de dolor en el vientre. Ningún lugar en particular: entre las costillas y la cadera, su parte delantera parecía haber servido de bolsa de arena para la práctica de un boxeador peso pesado. Dudó que fuera la comida: no había ingerido cantidad suficiente como para justificar el padecimiento. Tampoco pudo pensar mucho en las posibles causas: casi inmediatamente recibió un mensaje de su interior, de esos que no admiten demora alguna, y se encerró en su baño. Una hora. Dos. Cada vez que trataba de salir y volver al sueño que tan desesperadamente ansiaba, un entrepiso parecía desfondarse en sus tripas y debía volver corriendo al inodoro para que el desmoronamiento no ocurriese en sitio inoportuno. Tomaba agua, e instantes después unos sonidos como a jungla hindú provenientes de su interior lo advertían de la urgente necesidad de despedirse de otra parte (líquida) de su persona.

El alba lo encontró vacío y débil, pero apto para alejarse más de dos metros de su baño.

Lo que encontró en el desayuno le resultó extrañísimo. Un par de oficiales habían compartido su dolencia, y no habían podido tomar guardia en el puente. Otros, indemnes, perdieron horas de sueño cubriendo las horas de sus colegas, pero, salvo por eso, aparecían frescos como rosas. Navegar aquella noche había sido muy difícil, porque las bajas habían sido muchas, y por esas compasiones sorprendentes que a veces muestra el destino, no había pasado nada que requiriera del pleno rendimiento de toda la tripulación. Cuando la cosa se pone interesante, un par de manos menos puede hacer la diferencia entre una anécdota interesante y una desgracia.

A todos los afectados les seguía doliendo el vientre –y el resto del equipo interno que intervino en el proceso de vaciarlo de manera explosiva-, y, a pesar del sueño y la debilidad, una sorda furia se iba acumulando en ellos, e iba creciendo a medida que todos notaban lo serio de los casos.

Obviamente, el primer imputado fue Alien. Pero el razonamiento con que el Capitán desestimó las acusaciones fue irrefutable: todos, absolutamente todos, habían comido la misma comida (a la sazón, guiso, la piece de resistance de Alien). Si el guiso hubiera sido venenoso además de horrible, todos se hubieran enfermado.

No había evidencia suficiente para inculparlo.

Pasaron un par de días en los cuales todos se preguntaban lo mismo: ¿Cómo era posible, comiendo el mismo guiso salido de la misma infernal olla, que algunos no sintieran nada, mientra que otros habían temido perder por el inodoro hasta los recuerdos de la infancia? ¿Qué tenían en común las víctimas, además de sentarse a la misma mesa, que las había hecho presa del criminal extraterrestre?

A la tarde del tercer día, después de la cena, el segundo oficial de cubierta lo llama al Tipo (su único aliado en el ansia de deshacerse de Alien, o de sacrificarlo a Poseidón) y lo lleva, disimuladamente, a popa. Desde la primera cubierta se podía ver la maniobra de popa de cubierta principal (cabrestantes, bitas, cabos, roletes, portaespías) y lo que vendría a ser el patio trasero de la cocina, que en aquel buque, como en tantos otros, era la cosa que estaba más abajo y más atrás en todo el casillaje. Intimándolo a guardar silencio con un gesto, se puso a esperar y mirar hacia abajo.

No tuvieron que esperar mucho. Finalizada la tarea de aquel día, Alien y sus dos secuaces habían terminado de limpiar la cocina y salieron a cubierta. Llevaban todas las ollas y sartenes que habían usado para los estragos de aquella noche, sucios, y procedieron a atarlos con alambre y dejarlos caer dentro de un tambor de doscientos litros lleno de un líquido cuyo negro nefasto anunciaba una química perversa. Los utensillos burbujearon un poco, pero enseguida quedaron secretos y sumergidos en aquel Stix culinario.

El Segundo explicó:

“Todos comimos el mismo guiso, pero de diferentes tarrinas.” (no sé cómo será en tierra: a bordo, una tarrina es una palangana de terracota donde se sirven los platos de olla que se quiere mantener calientes). “Nos enfermamos los de una mesa, y los de las otras mesas no. El guiso era de todos, la tarrina, nuestra”

No estaba claro del todo dónde entraba el tambor en lo del dolor de panza, y el Tipo pidió explicaciones. “No lavan las cosas en la pileta. Es mucho trabajo” le contestó el otro, cada vez más caliente “Estos (y aquí los describió con una vehemente expresión que hacía referencia al oficio de las madres de los cocineros) las atan con un alambre y las sumergen en un tambor con agua y soda cáustica. Hacen que la soda disuelva los restos de comida, después las enjuagan y nos dan de comer en eso. Y es la misma soda cáustica de hace dos meses, porque ni siquiera la cambian.

Donde enjuagues mal una tarrina…”

Enterado el Capitán, por supuesto, hubo truenos y relámpagos, llanto lágrima moco y baba, se tiraron (al mar, por supuesto) los doscientos litros de químicos y comida podrida del tambor, y se hicieron solemnes promesas de controlar más la higiene y la calidad de la comida.

El Universo de Alien, por su parte, no se alteró en lo más mínimo.

 

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                Durante el cruce del Atlántico de bajada del Río de la Plata (cuando todo el mundo está más o menos harto de todo el mundo) se conjugaron dos circunstancias desgraciadas.

                Por un lado, un jueves, cumplió años el Tipo. Al tipo no le gustan los cumpleaños a bordo (por razones que serían largas de explicar, y un tanto lamentables), así que pidió que no se hiciera ninguno de los copetines, brindis, etc, que eran de rigor en aquellos tiempos. Torta no, porque esto fue después del Célebre y Penoso caso de la Torta, así que esa tradición había sido prudentemente eliminada. A muchos les pareció de mala onda, y le colgaron en la puerta del camarote un cartel que decía “Amargo Serrano”. Tuvo tan poco efecto este afiche que el Tipo ni siquiera se molestó en sacarlo, y quedó allí hasta que el calor del trópico aflojó las cintas scotch y lo hizo caer al piso.

                Por otro lado habían coincidido en ese viaje tres o cuatro oficiales enamorados de la tradición –no por todos compartida- de hacerle una maldad al tipo que cumple años. Lo llamaban broma, o joda, y por lo general resultaban muy divertidas para ellos y no tanto para la víctima, que por no perder “onda” sonreía forzadamente y perdonaba las sevicias.

                Así las cosas, el Tipo cenó, durmió tres horas, y se levantó para hacer su guardia de medianoche a cuatro de la mañana. La comida no le había asentado bien, y tuvo que cumplir su horario con un fuerte dolor de cabeza y el estómago revuelto. Al llegar al camarote, ansiando bañarse y tirarse a dormir, descubrió que había sido víctima de la menos original de las “bromas” de cumpleaños: habían vaciado su camarote.

                Ropa del placard, artículos del botiquín del baño, toallas, colchón, sábanas, almohadas, radiograbador, libros: todo había desaparecido.

                Parte de la diversión de esta joda era ver cómo el damnificado buscaba sus cosas por todo el buque, sucio y cansado (los autores se cuidaban muy bien de esconder todo en lugares insospechados). El Tipo estaba descompuesto y un poco harto de los tres humoristas, así que, consciente de que desde alguna rendija lo estarían mirando, simplemente se dirigió a un camarote que sabía desocupado –el camarote que se reservaba para el Armador, en el hipotético caso de que decidiera hacer un viaje en un carguero en vez de en primera clase de un Boeing- y, de overall y medias sucias, se tiró a dormir sobre el colchón pelado.

                Al día siguiente despertó sintiéndose mejor. Volvió a su camarote y encontró sus cosas, desparramadas por todas partes, con el desdén de jugadores que han encontrado un rival poco deportivo. Se bañó, almorzó, volvió a tomar guardia hasta las 1600, y desde que volvió a su camarote hasta la hora de cenar estuvo acomodando todo de nuevo. En la mesa del comedor encontró varias caras con la sonrisa contenida, o mal disimulada, y un exceso de cordialidad hacia su persona que invitaba al perdón. Se contagió, por supuesto, sonrió él a su vez abiertamente, y meneó la cabeza como diciendo “¡Ay, estos muchachos! ¡Qué diablitos que son!”

                Pero a mitad de la cena, en lo mejor de la pizza, se vió obligado a decir eso que le venía rondando la cabeza

                -Ché, está bien un poco de joda, pero no se pasen. Ya está, ya terminó. Devuélvanme todo-

                Los payasos se sonrieron nerviosos entre sí, y preguntaron de qué hablaba. Si ya le habían devuelto todo.

                El Tipo se puso serio.

                -No, todo no. Me falta la divisa-

                (Una aclaración al margen para aquellas personas poco familiarizadas con la marina mercante. El marino que viaja fuera del país cobra unos viáticos para moverse en países extranjeros. Empieza a cobrar X dólares por día cuarenta y ocho horas antes de salir de Buenos Aires –el X depende de su rol a bordo-, y deja de cobrarlos en el último puerto antes de pegar la vuelta hacia Buenos Aires. Es un valor interesante, que pocos gastaban por completo. De hecho, si uno era cuidadoso en sus gastos, era un pequeño sueldo más. En el último puerto se liquidaba el total, y a partir de ahí quedaba en manos de la creatividad de cada uno dónde guardarlos para que nadie se los quitara. No era común, pero ocurría)

                El Tipo les explicó a los payasos que había guardado alrededor de quinientos dólares en el doble forro de un bolsillo de una campera, y que no estaban.

                Por supuesto, los tres dijeron que no era posible, que habían devuelto todo, pero el Tipo cortó las negativas amable pero firmemente. El dinero estaba antes del chiste, y no está después del chiste. El dinero tenía que volver a aparecer.

                Uno de los tres humoristas amagó proponer que el Tipo debía estar equivocado. Quizás había guardado la plata en otro lugar, o no había revisado bien.

                -Miren, no quiero joder a nadie por algo que a lo mejor es una tontería. Hoy es viernes- empezó el Tipo. –Si para el lunes no aparece mi plata, voy a tener que ir con el Capitán y denunciar el robo. Todo es muy lindo y muy divertido, pero sin mi plata no me voy a quedar-

                ¿Había sido un robo o simplemente una torpeza al trasladar apurados las ropas del camarote del Tipo a donde las habían ocultado? Lo del robo era inconcebible, así que se abocaron a revisar pasillos, rendijas, y lugares oscuros del camarote del tipo y del pañol que habían usado de escondite. La campera en cuestión recibió más visitas en sus bolsillos de las que su fabricante hubiera soñado jamás, y sólo una firme negativa del Tipo impidió que la descosieran para ver si se había tragado aquellos ahorros.

                El sábado el Tipo se levantó a las nueve. El tiempo estaba hermoso, y decidió sacrificar un poco de sueño para disfrutar del agua de mar de la pileta y el sol de los trópicos. No almorzó, y esperó hasta último momento para ir a su guardia. El equipo del buen humor seguía revisando lo revisado, transpirando, y notando descorazonados que la hipótesis del fajo de billetes caído cada vez era menos alentadora. Cada vez era más evidente que, de haber ocurrido así, otro lo había encontrado y decidido no avisar. Todavía no se decantaban por la idea de que bien podía haberse tentado uno de ellos, pero, lamentaba el Tipo, era cuestión de tiempo. La matemática era simple: si el dinero no aparecía, iban a tener que reponerlo ellos (ni hablar de que la cosa llegara al Capitán). El que se quedó con los quinientos debería pagar sus ciento sesenta y pico, pero se quedaría con una ganancia neta importante.

                Hacía calor dentro del buque, y los pañoles no tienen aire acondicionado. A las seis del sábado abandonaron la búsqueda, y esa noche la cena fue lúgubre. El tema no se tocó, pero el Tipo lo sentía presente como un hipopótamo escondido bajo un mantel.

                ¿Quién tenía los quinientos dólares? ¿Cómo descubrirlo, qué razonamiento usar?

                El domingo por la mañana, mientras el Tipo pasaba otra luminosa mañana de pileta y sol, los animadores de cumpleaños (sospechosos, ya, los tres) hicieron un último intento de revisar todo a fondo, pero se desanimaron en seguida. Sabían que no iban a encontrar otra cosa que sudor y manos sucias, como sabían también que el futuro les deparaba un gasto inesperado y el deshonor de ser sospechosos de haberse quedado con dinero de un colega.

                A la merienda, el cabecilla se acercó al Tipo, que estaba terminando su café, y se reconoció vencido. Ponía las manos en el fuego por sus compañeros de juerga, y proponía la hipótesis de que el dinero se había caído en algún pasillo, y alguien poco honesto lo encontró y se lo quedó. Le pidió que no pidiera un sumario al Capitán, y le preguntó si aceptaría que entre todos ellos le devolvieran el dinero perdido.

                Serio, el Tipo reconoció que el dinero lo tenía él. Nadie es tan estúpido, aseguraba, como para guardar plata en el bolsillo de una campera. Solo quería pasar un fin de semana descansando mientras los veía transpirar asustados.

                El cabecilla se golpeó la frente con la mano, y con los ojos cerrados repetía que él lo sabía, él lo sabía, pero que no podía decir nada. Y reconoció ante el Tipo el haber sido objeto de una buena joda de venganza.

                -No es venganza, pelotudo. Les estuve diciendo algo. Entraron en mi camarote sin permiso, y me faltaron cosas: si yo hubiera sido vengativo, si yo hubiera sido de veras jodido, no tenía ninguna necesidad de admitir que tenía la guita. Si iba al Capitán con esto la habrían pasado para la mierda, y si hubiera querido plata, me quedaba con la de ustedes.

                Jodé con el que le gusta joder, porque, así como yo los tuve agarrados por las pelotas un fin de semana porque no respeto las normas de las bromas, otro más retorcido los puede hundir con todo gusto-

                El alivio de que todo se hubiera resuelto no bastó para borrar del rostro del cabecilla el disgusto ante una conducta poco deportiva. Pero ese viaje, por lo menos, no hubo más “joditas”